Como cada año, se encienden las luces, se ablandan los corazones,
vuelven a casa por Navidad los hijos pródigos y, también como cada año,
escucho voces que claman contra el consumismo y exigen que se vuelva al
espíritu original de la fiesta. ¡Estupendo, hagámoslo! Rescatemos la
intención primera de las celebraciones finales del año, de lo que ahora
llamáis Navidad: pero en ese caso guardad los belenes, emborrachémonos,
derrochemos, consumamos y hagamos de la carne y de sus excesos virtud.
En el apretado calendario de festejos del que disfrutaban mis
primos los romanos a finales de diciembre, destacaban las Saturnales,
que daban comienzo el 17 de diciembre, en honor del padre del padre de
los dioses: Saturno (el Cronos griego), padrecito voraz de Júpiter
(Zeus para mí). El pueblo abrazaba con tal vehemencia esta fiesta, que
a partir de Domiciano se prolongó hasta el día 24. Según la costumbre
romana, cuando Júpiter expulsó a Saturno de sus dominios, éste se
instaló en el Capitolio, futura ubicación de Roma, acogido por Jano, un
dios aún más antiguo. En su honor, los romanos celebraban con alegría
sin límite, suspendían toda actividad judicial, penal y escolar; se
comía y bebía sin mesura, se relajaba la moral hasta hacerla
inexistente e, incluso, se invertía el orden social: los esclavos
trataban de tú a tú a sus amos, pudiendo compartir con ellos una
partidita de juegos de azar, algo impensable el resto del año. O sea,
que las fiestas más parecidas que hoy en día tenemos a las Saturnales
son los Carnavales.
Parece ser que el origen de este acontecimiento social estaba
ligado a las labores del campo, pues finalizaban los trabajos de
siembra y los esforzados campesinos se entregaban al merecido relax,
felicitándose por lo trabajado y encomendándose a los dioses para que
los procesos naturales siguieran buen curso y a la postre llegara una
valiosa cosecha.
Eran días en que lo material primaba, regalándose unos a otros y
palpándose la carne (lo siento, el espíritu no: la carne). Como
muestra, aquí un botón, del clásico Marcial -no confundir con Marcial
Lafuente Estefanía, también clásico, pero en el género de las novelas
del Oeste-. Dice así el Marcial latino: “…que cada uno dé los regalos
que le convenga a sus comensales; éstos son frivolidades, fruslerías y
otras cosas si cabe, de menos importancia. (…) ¿Pero qué haré con
preferencia, Saturno, en los días de borrachera que en vez del cielo te
consagró tu propio hijo? ". (Marcial. XIV, 1)
Y ahora, mientras fuera entonan villancicos los coros tradicionales y
le cantan al nacimiento de un infante destinado a convertirse en Súper
Héroe, nosotros recordaremos un detalle sin importancia: la noche del
24 de diciembre se había extendido por todo el Imperio (antes
República, ay, ay) una antigua tradición egipcia: Cuando Ra, el dios
Sol, se enteró de la infidelidad de su esposa embarazada, Nut, la
maldijo, y ésta no pudo parir en ningún mes del año. Pero Nut tenía
otro amante poderoso, el dios Thot, que jugando una partida de damas
con la Luna consiguió de ésta una 72ª parte de cada día del año, con
las que compuso cinco días completos que agregó al año egipcio de 360
días. En estas últimas jornadas la maldición de Ra quedaría sin efecto.
Así pues, Osiris nació el primero de estos días y en los días
siguientes nacieron sus otros cuatro hermanos: Horus, Set, Isis y
Nefty. A festejar, por tanto, la noche del 24, el nacimiento de un
dios.
Y otro detalle, -qué importantes son éstos, ¿verdad?-: el
nacimiento, a 25 de diciembre, del Sol Invicto. También en
conmemoración del nacimiento de Mitra, dios oriental del cielo y de la
luz y, más tarde, tutelar de las legiones romanas. Nació milagrosamente
del seno de una roca y los pastores fueron los primeros en dirigir sus
plegarias al niño desnudo. ¡Fun, fun, fun!
El culto al Sol, de escasa importancia entre los antiguos romanos,
cobró auge a partir del emperador Aureliano, quien, en el 274, lo
asimiló al "Sol Invictus" de la religión siria e instauró un nuevo
culto.
No seguiremos glosando el resto de celebraciones, creo que con
éstas es suficiente. A partir del siglo IV, obviamente, y con una
especie de cristianismo convertido en religión oficial del Imperio, las
cosas cambiaron. La nueva religión, como toda buena Sociedad Anónima
que se precie, puso en marcha su maquinaria de marketing, de modo que
lo que no se puede eliminar se aprovecha, pues para algo doctores tiene
la Iglesia. ¿Saturnales? ¿Osiris? ¿Sol Invicto? No, no: Navidades, Niño
Jesús, ah, y una mula y un buey, que también son de dios los animales,
aunque rumien.
Sin embargo, tanto le costó a la nueva religión alterar las
costumbres del pueblo, que de hecho no tuvieron más remedio que aceptar
ciertas manifestaciones, ciertos ritos, ciertos hábitos. No les
importó, claro está, ceder en ciertos detalles, pero son detalles que
hoy en día se toman incluso por verdades históricas.
Por mí, pueden seguir encendiendo belenes por los siglos de los
siglos, y amén, no sé qué molestia puede ocasionarse de ello; pero eso
sí: al primero que me venga reivindicando el sentido original de la
Navidad, le pego con la botella de anís en la cabeza hasta que vea al
Sol Invicto en plena madrugada. Y luego me bebo la botella. A vuestra
salud. Avisados quedan.
Felices Saturnales a todos, amigos.
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